A Juan Rivano por haberme honrado con su amistad

Este último tiempo no he podido dejar de pensar en mi patria, de recordar la capital, Santiago de Chile, tal vez buscando consuelo para la profunda pena, para la soledad que siento en tierras europeas, de modo oprimente y gradualmente demoledor.Busco en mis recuerdos y fabrico con mi imaginación mil situaciones compensatorias para tanto desdén, inexpresividad emotiva, aislamiento, abulia comunicativa, desprecio racial, conservadurismo político, insensibilidad social, ignorancia, impostura, superficialidad, etc. Y más pena me da al pensar que en mi tierra se venera aún una representación del bienestar europeo, de su fecundidad científica, artística y cultural.Cómo me gustaría hallar el discurso adecuado para convencer a los que quede por salvar del error de creer que en Europa hay todavía esperanza para nosotros, quienes soñamos con un mundo más justo, sin tanta miseria ni segregaciones, sin persecuciones, en donde el pensamiento no se quede sólo en eso, es decir, en fórmula hueca para las conversaciones de salón, para el lucimiento personal, para la demagogia política, dejando sin resolver tanta enfermedad del espíritu, atinando a medias con una práctica médica materialista, fisiologista, cuyos principios le obligan a prolongar la vida de los seres humanos sin antes siquiera pararse a meditar a qué fin conducirá su práctica, ni mucho menos reflexionar sobre qué sea la vida, la salud, etc.Los ricos de mi país viven aún aferrados a un modelo de vida europeo, creyendo con ello hacerse distintos del mestizaje dominante, despreciando a sus compatriotas de aspecto y ascendiente indígena, manteniendo por Constitución una idolatría pueril del ejemplar de raza blanca. No saben que acá (en Suiza, Alemania, Francia, Inglaterra) se los despre­cia a todos por igual, por el simple hecho de ser diferentes. Pobres de ellos, creen que codeándose con los europeos, viniendo de vacaciones a Los Alpes o chapurreando en francés, inglés o alemán eliminan las diferencias, Y claro que se parecen entre sí, la misma doble moralidad les uniforma. La doble moralidad del beato que de día es un hombre probo, amante de su piadosa y fiel esposa católica y de noche o en la privacidad informal de una conversación entre amigos es un libidinoso socarrón e inescrupuloso, visitante de prostíbulo y firmador de memos persecutorios. Todo ello entre persignes y muecas viles. Nada nuevo y de viejo y repetido ignorado y reiterado hasta el cansancio de las espaldas pacientes de las empleadas domésticas que seguirán lavando los calzoncillos de potentados herederos terratenientes y de curas asotanados, de buen vivir, palabra fácil y sinceridad difícil. Nada nuevo. A pesar de la ocultación de la crudeza del poder, de sus ávidos designios, de su coludida acción a través de parlamentos domina­dos por parciales luchas de intereses, movidos por la codicia, la avaricia y muy, pero muy de tarde en tarde motivados por un verdadero afán de servicio en provecho de la gente, un examen desapasionado nos dejará ver el rostro sin afeites de la desvergüenza, la incontinencia, la autodestrucción y la hipocresía. A tal punto llega nuestra incapacidad para habérnoslas con producción de desperdicios, de toda índole, en el lenguaje, en las conductas sociales, hasta en el trato con nosotros mismos. Me avergüenza el haber tendido casi religiosamente hacia la concepción platónica, haciendo durante largo tiempo la vista gorda sobre tanto abuso, abandono y desimplicación. Debo agradecer a Juan Rivano el haberme recordado la figura de Diógenes el perro, cuya descarnada visión quitó el velo de mis ojos para dejar al descubierto lo mismo que Calicles o Maquiaveloconfesaron sobre la práctica política. E1 mundo de la política no se funda sino en la corrupción, la indiferencia ante dolor particular, el interés y el negocio, la producción de absurdos así llamados bienes materiales, el sectarismo y el crimen organizado, es decir, legalizado. ¿Qué clase de beatitud puede ostentar un corazón que no late más aprisa al contemplar la miseria y el dolor de seres humanos como uno, sólo que nacidos en la pobreza o con una visión distinta del mundo o con un color de piel diferente, etc., etc.?  ¿Cómo se atreven a seguir mintiendo, teniendo desde ya la conciencia cargada con los crímenes de sus preceptores, cómo es que se coluden sacerdotes y ricachones para mantener a una mayoría más pobre, sometida y temerosa? ¿Cómo puede la Iglesia en mi país haber bendecido las armas del tirano? Se me recordará la importante labor de la Vicaría de la Solidaridad, claro, cómo no, He aquí otro ejemplo de doble moral. Al igual que los suizos, que venden armas para la guerra de turno, para a la vez enviar a su afamada Cruz Roja a curar a los heridos con dichas armas, así también nuestra Iglesia impartía bendiciones a los esbirros asesinos del tirano, intentando a la vez interceder por los per­seguidos y torturados por esa misma jauría de perros rabiosos. ¡Cuánto extraño mi Chile! Pero el país que extraño ya no lo encuentro más que en mi recuerdo, en mi imaginación. Un país de gente amistosa, cálida hasta la ingenuidad, con gente sencilla, pobre, pero alegre y soñadora. Este país ya no existe más, murió en las mazmorras de Pinochet y en las capillas y catedrales, mareado de tanto repetir una plegaria inútil, invocando a un dios sordo e indiferente ante su miedo y desesperanza. Yo no tuve que huir perseguido por la policía política, seguro era considerado un cero a la izquierda, y cómo no si formaba parte de una numerosa tropa de intelectuales inútiles, ineficaces, con la cabeza llena de ideas abstractas, inofensivas y muy convenientes para los propósitos muy prácticos de un gobierno que siempre proclamó sus designios altruistas y patrióticos, cuando en realidad aplicó implacablemente sus medidas arbitra­rias y en extremo materialistas, cuyo éxito relativo se erigió sobre el hambre, la incertidumbre y la vergüenza ostensible en el rostro de todo aquel que no durmió todo el tiempo durante los largos y oscuros años de la dictadura. Yo salí huyendo de Chile precisamente cuando el país reconquistaba lo mínimo, esto es, una democracia parlamentaria, cuando el hombre sencillo celebraba aún la ignominiosa derrota del tirano y sus aliados derechistas. Una auténtica alegría se vivió esos días, que no duró mucho. Era fácil darse cuenta que los ricos, cuya fea fachada era Pinochet y su tropa de arrogantes y mercaderes, no renunciarían por una simple derrota electoral a sus privilegios y arbitrio. No había esperanza para un profesor de filosofía, como yo, para lograr una vida que aparte del duro trabajo ofreciera, además, la posibilidad de una labor creativa, para la gradual construcción de un país menos polarizado, más humano. En Chile era un ciudadano de segunda categoría. Todos, excepto quienes tenían el poder, éramos cero a la izquierda, prescindibles y desaparecibles, si se nos ocurría decir la verdad desnuda y desenmascarar las astucias del poder. Es por ello que acá en Europa no me he sentido muy desadaptado, pues como extranjero en un país que desprecia prejuiciosamente a todo el que viene desde nuestro continente, no he tenido sino que seguir aceptando lo que en mi país ya se me había hecho intolerable: un sentimien­to de impotencia y minusvalía,  que tanto acá como allá no se funda sino en la insignificancia del individuo frente a la grosera maquinaria policíaca del poder. A decir verdad, lo único que Europa nos podría ofrecer a gente como nosotros sería el supuesto bienestar económico. Observo acá las mismas taras sociales que aquejan a Chile: preeminencia de la economía por sobre el aspecto social, jerarquización racial y clasismo, sobrevaloración de la técnica a expensas de la emocionalidad y la salud psicológica, inocuidad de la práctica religiosa, corrupción política y desprecio por la naturaleza y, por consiguiente, desprecio hipócrita por la vida humana, abulia emotiva e incapa­cidad para asombrarse o admirarse, en fin, ignorancia disfrazada de sabiduría, impostura. No hay nada que copiar, salvo, ya lo dije, el bienestar económico. Dudo si al volver a Chile pueda volver a tolerar la censura pueril de películas y de la literatura, en nombre de unas buenas costumbres que en realidad se me aparecen como los remilgos pudorosos de funcionarios colijuntos, convencidos de poder prever las consecuencias sociales y políticas a desatarse por virtud de la circulación de cierto material supuestamente fuera del alcance de nuestro criterio. No podría sopor­tar que se me trate como a un niño, a quien es muy necesario orientarle sus opiniones para que no vaya a tomar senderos que se alejen de los tradicionales. ¡Cómo soportaré que cuelguen sobre mi cabeza las espadas del tabú, en lo religioso, en lo político, en lo social (tabúes como la intocable, de palabra o de hecho, naturaleza divina de Cristo o la inmaculada concepción, por no comentar muy a fondo el uso siniestro de la Providencia divina que el dictador pone como apoyo trascendental de su decidida acción purgativa, por decir lo menos, o la denuncia del afán de rapiña, la avidez, la corrupción y la inescrupulosidad como los auténticos moto­res de la actividad política, sobre todo en lo que se refiere a mantenerse en el poder y en el trato con la disidencia o en el empleo de vestimentas, cortes de pelo o en la exhibición de un aspecto diferente, etc.,etc.). Lo que extraño de mi patria se perdió allá en mis años de universitario discutidor, cuando aún creía en designios superiores para el ser humano. Ahora no soy más que un paria que observa con desconsuelo la astucia desvergonzada de los poderosos, astucia disfrazada de túnicas y sombreros altos, con báculo y crucifijos temibles, astucia vestida de gala para asistir a las rutilantes noches de las recepciones diplomáticas, astucia con traje de parada militar, astucia vestida en forma sencilla para servir propósitos electorales, mil variadas formas de la Medusa astucia, petrificante para quien quiera jugar al héroe de la hermenéutica y la verdad. Durante los años del comienzo de la dictadura, el miedo nos tornó sumisos, pero a la vez también conocimos la impotencia ante la autoridad omnipotente de los rectores delegados, en gran número oficiales en retiro, cuyo arrogante grito de mando se escuchó durante largos años en las escuelas secundarias. Al ingresar a la universidad, uno notaba una vigilancia más estrecha, a cargo de individuos elegidos por su agresividad y obediencia canina. De todos los estudiantes el grupo al cual yo pertenecía era el más inofensivo, por su desdén e indiferencia por la contingencia política. De los profesores ni hablar. Tal como Iván Jaksic señala en su libro Academic rebels in Chile, el cuerpo docente se orientó casi en su mayoría hacia una actividad intelec­tual lo más alejada posible de la espinuda situación política del país, sin cuestionar el hecho del desmantelamiento de la Universidad de Chile y del despido de los profesores disidentes, etc. Nada nuevo. Nosotros éramos inofensivos fumadores de marihuana, eufóricos y a gusto en el ámbito de la pura discusión y las nociones generales. Recuerdo hasta haber sentido desprecio por el ansioso interés político de los jóvenes de izquierda, en especial por los comunistas, cuyo odio podía sentir desde las altas esferas en donde me sentía encumbrado. ¡Cuanta vanidosa ignorancia de mi parte, cuánta desfachatez para el hijo de un zapatero y actor aficionado, cuánta absurda arrogancia de este “marginal potente” como me llamó mi profesor de psicología, en esos años! ¡Qué largo ha sido mi aprendizaje, qué largo el regreso al grupo de los hijos pobres de mi Chile! Recién ahora tras largo tiempo en Europa, una Europa rica e indiferente, que trata de mostrarse conciente de su responsabilidad y de su deuda con América latina, atinando a medias a través de acciones culturales, publicaciones, afiches, etc., pero incapaz de saldar tanto dolor y postergación, tanto abandono y robo, recién ahora, entiendo a quienes debo mi esfuerzo y mi lucidez, una deuda con los pobres y postergados de mi país, aún a sabiendas de toda la ingratitud y la obstinada servidumbre que ellos preferirán mante­ner antes que morder la mano de quien se les aparece como un amo impuesto por decreto divino, en una suerte de orden universal que jerarquiza y ubica a cada cual en su sitio, dando cuenta de una concepción muy conveniente para una sociedad capitalista e inhumana como la americana, de tanta incidencia sobre la nuestra durante todos estos años de la así llamada reconstrucción nacional. Retrospectivamente, me asombra el haber podido regalarme una educación universitaria. Tengo claro que esta es sólo una manera de hablar, pues la deuda por mi educación comenzó a hacerse tan grande que me fue imposible continuar mis estudios. La economización de la vida nacional alcanzo a todas las actividades humanas, se debía producir dinero de cualquier modo y no importaban los retrocesos sociales en educación. ¿Para qué educar a quienes por condición de cuna están destinados a servir a los ricos? Me asombra la paciencia borrica de los jóvenes chilenos, a quienes se les fue arrebatando paulatinamente sus derechos sin que nunca se escuchara ni el más miserable alarido de ira por tanta postergación y abandono. Leyendo una obra inédita, de largo aliento del profesor Juan Rivano, Largo Contrapunto, me entero que tal condición social no es nada nuevo en nuestro país. Es más, en tiempos de Pinochet se llega a exigir que no se mencione la polarización social. Al menos al respecto no fui obediente y en mis clases de filosofía que impartí en diferentes colegios de Santiago, pude constatar hasta que extremo había fracasado el intento de lavado de cerebro de nuestros jóvenes, nacidos pocos años antes del golpe militar. En una ocasión, hablábamos acerca de los supuestos filosóficos del comunismo y pedí a mis alumnos me ofrecieran al menos un argumento en contra de dicha doctrina. No supieron qué contestar. Movido por auténtica sorpresa ante este resultado repetí el tema en todos mis cursos, en los diferentes colegios, con el mismo resultado: completa ignorancia sobre el tema. Llevé el experimento aún más lejos y repetí la discusión donde pude y con diversos tipos de gente. Ocurrió lo mismo. Ello significa que a pesar de la demagogia barata de los discursos de gobierno y de la sostenida repetición de consignas antimaterialistas la gente no logró hacerse de una ideología capaz de ordenar sus ideas políticas dispersas. ¿No resulta, pues, asombroso que apenas abierta la discusión política previa a la cruel derrota de la derecha, se haya puesto de manifiesto que el único soporte de la política de gobierno era la aversión dogmática contra todo lo que no cayera dentro del estrecho margen de la consigna Dios, Patria, Familia y Propiedad? Cuesta creer que un país con alrededor de siete millones de adultos haya sido gobernado como lo hace con su casa un padre autoritario y temible. ¡Cuánta vergüenza me da el no haber sido un poco más rebelde! En estas condiciones, no resulta asombroso que mi tesis de grado en filosofía haya sido consagrada al escepticismo, a un escepticismo que rompe con todo y no ofrece soluciones ni se adelanta con teorías. Debo confesar que en mi corazón todavía vive la amargura de la ausencia de esperanza, de una cruel desesperanza que termina con las ilusiones de un mundo mejor, sin tanto desprecio ni indiferencia por el dolor de los que viven con nosotros, por quienes limpian nuestra basura y tratan con la parte despreciable de la vida. ¿Cómo se pretende ignorar que junto con la construcción del Barrio Alto de Santiago fue naciendo también el barrio marginal, la población callampa, los ignorados basurales, el desperdicio inmostrable pro­ducido por la proliferación de los nuevos ricos? Se observa en esto la misma ineptitud de los ricos, que por ser ricos tienen el poder para echar a andar un país, para habérselas con la contaminación que ha conver­tido Santiago en una catástrofe ecológica, pretendiendo que bastaba con ignorar la basura para que ésta no existiera; asimismo han creído que ignorando a los pobres, éstos no existían. Esta actitud es pueril, irresponsable, por decir lo menos. Y así en casi todo. Así se ha tratado y se sigue tratan­do a homosexuales, drogadictos, mendigos, trabajadores informales, prostitutas, etc., etc. ¿Adónde he de regresar, si mi patria me ofrece un panorama aún peor que el que observo acá en Suiza? Acá al menos, y esto tal vez les baste a muchos, pero no a mí, la plata alcanza para tomar vacaciones y anestesiar al corazón con bienestar y descanso. Son vacaciones muy merecidas pero que no representan ningún avance en lo que se refiere a hallar una forma más humana de vida, sin tener que contemplar de paso que nuestra felicidad de quince días se realiza junto al dolor y la vida sin esperanza de una aplastante mayoría de seres humanos como nosotros, sólo que menos afortu­nados. ¿A quién hay que sacar de una ignorancia perseverante, a nuestros casi analfabetos pobres[1] o a nuestros señoritos conservadores educados en colegios particulares, llenos de prejuicios pseudo religiosos y alergia ante la pobreza y los pobres y sus despreciables costumbres? Para mí está claro, en todo caso, que la religiosidad de la derecha no es sino una cruel y desvergonzada fachada. Para mí está claro que ellos no creen en el Juicio de un dios que restablece al fin la armonía con su justicia divina tan ausente en esta vida, dándole a cada cual de acuerdo a sus obras realizadas. Si creyeran, por lo menos por temor veríamos un trato más justo con los pobres, les veríamos esforzándose por vencer en sí mismos tanta iniquidad y vicio. ¡Cómo se han de reír ante tanta ingenuidad y temor pueril! ¡Cómo se esfuerzan en cambio por parecer intachables y honorables, cuánta cara de beatitud y falsa modestia! Lo declaro nuevamente: todos los altos y venerables valores que sostienen la praxis política y la vida en sociedad no son sino fachada, convención establecida entre poderosos para y, únicamente mantener sus privilegios y protegerse los unos a los otros. Dado que dios no interviene, salvo para entibiar los corazones con promesas vanas y paradisíacas, el futuro de la humanidad seguirá en manos inescrupulosas que cederán un poco de su bienestar sólo cuando la protesta de los desposeídos se haga tan tumultuosa que ponga en peligro la existencia total de la sociedad. Y más valdría que así fuera. Casi dos décadas de gobierno militar bastaron para convertir Chile en lo que José Donoso llama La isla de los muertos, un país sin esperanza, a pesar de lo que digan los Hasbún y los arzobispos de turno. Mirado desde fuera Chile se ve viviendo la suerte de todos los países chicos, en manos de los imperios americano y europeo. No otro propósito sirvió, digan lo que digan, alzando voces de falsa indignación, la dictadura derechista de los militares chilenos y sus ideólogos del opus dei. He de insistir en la destrucción de un mito largo tiempo alimentado por nuestra dirección educacional, esto es, el mito de la supremacía cultural de Europa. Puedo afirmar que aquí se está aún bastante lejos de haber encontrado un ideal de consenso para la construcción de un mundo humano. Ni siquiera se ha digerido bien la abrupta, por decirlo de algún modo, intervención nazi, que trastocó toda la vida y los valores vigentes hasta entonces. Escuchando hablar a suizos y alemanes uno se da cuenta que se ha ignorado el tema, dejándolo de lado, por desagradable y antipático. Ni más ni menos que si no hubiera ocurrido. Salvo una incipiente preocupación ecológica, esta gente tiene tantas dificultades por resolver que no se ve por ninguna parte la larga tradición civilizada y sí, por el contrario, toda la brutalidad de los Estados policíacos y de la corrupción parlamentaria. El  afán de verdad y justicia europeo no es tan grande como para no andar inventándose enemigos. Hoy son los países ricos en petróleo, pero pobres considerando su capacidad bélica contra los Estados Unidos de América (USA) y Europa. Mañana podemos ser nosotros si llegamos a entrar en conflicto de intereses con ellos. Este continente sólo nos da clases gratis de cómo conducir negocios rentables a expensas de quien sea la víctima de turno. El arte, la ciencia y toda la prolífica producción cultural no son más que cosmética para el rostro de una Europa que así presentada se muestra sin duda bella, cautivadora, pero sin afeites, de aspecto feroz, rapaz. No hay nada que venir a buscar acá, salvo dinero o los refinamientos académicos de un filólogo o un filósofo. Ahora veo con claridad que mi aversión por el resentimiento provenía de los placenteros humos de la marihuana académica como la llamaban cínicamente los Vial o los Barceló, ahora veo claro que mi desprecio por las tristes letanías sudamericanas, por el triste cantar del indio no era sino traición flagrante a mi prole de hermanos de cerviz blanda, vencidos por la prepotencia y los modales señoriales, vencidos por el vicio escapista, la borrachera fácil, que en nosotros, jóvenes aprendices de intelectuales, tenía la dignidad de su origen dionisiaco y para ellos era estigma denigrante. Así pasé entre 1977 y 1982 por una Universidad de Chile ya desarticulada, con una escuela de filosofía relegada a los faldeos del cerro, levemente elevada, como una cruel ironía que nuestro humor recogía llamándola “la Atenas de Barceló”. En 1983 comencé a estu­diar matemáticas en la Universidad Católica y recién aquí comenzó a aparecérseme la cara dura de los nuevos dueños del país, se repetían los mismos apellidos, repartiéndose los puestos de comando, convirtiendo la Universidad en el negocio más rentable, debiendo uno tener muchísimo cuidado de generar alguna deuda, pues las amenazas eran de película de gangsters. Igual me las arreglé para no acumular resentimiento ni rabia. Por esos mismos días comenzaba a practicar artes marciales quemaba mucho de mi frustración golpeando al aire, buscando el golpe perfecto, el golpe mortal. Mucho de mi religiosidad y mi afán de plenitud encontró en estas prácticas una válvula de escape. Y me ha durado hasta ahora, sólo que tras un invierno completo sin hacer nada descubro que la rabia, la descepción, el escepticismo y el resentimiento desbordan mi corazón cuando me acuerdo de las condicio­nes de vida a la que nos condujeron sin derecho a protesta los genios de la economía dictatorial. Nunca antes había visto tanto delincuente mostrándose a la luz del día, ni tanto mendigo miserable, ni tantos depredadores, seres humanos degradándose cada vez más, consumiendo carroña, viviendo de los abundantes desperdicios. Nada nuevo, dirán algunos. Y puedo concederlo, en Chile la pobreza extrema no asombra a nadie, pero las proporciones en que comenzó a manifestarse obligó incluso a los funcionarios del Instituto Nacional de Estadísticas a redefinir los concepto de pobreza y pobreza extrema. Irrisoriamente, resultó que en Chile casi no había pobreza, se llego a decir que la pobreza era una invención del comunismo internacional para desprestigiar el gobierno militar. Al final casi todo lo que arrojaba una sombra de vergüenza sobre la política social de la dictadura no era más que invención comunista. Y conste aquí que yo fui uno de los privilegiados que comí bien, pude tomar vacaciones, logré~ pagar todas mis deudas, vestía bien, tuve acceso a libros, al cine, pude mantener correspondencia con mi amigos en el extranjero, etc.,etc. Todo ello en virtud del magnífico trabajo de quien fuera mi esposa. Su salario llegó ser 6 o 7 veces el mío. ¿Y qué? ¿Acaso no es lo corriente que en Chile el hombre gane en esa misma proporción o un poco menos, respecto de su mujer? Ya lo dije antes, el chileno está lleno de prejuicios y uno de sus más arraigados es el machismo, haciéndose difícil para un hombre soportar una situación de desventaja ante sus iguales. Pero yo la soporté largos años, hasta que tanta dificultad y obstáculos terminaron por cansarme. Recién acá en Europa he llegado a comprender ¡cuán machista era yo mismo, habiendo sido, sin duda, uno de avanzada! ¡Es para ponerse a llorar a gritos al pensar en el estado en que estaban quienes no soñaban siquiera con poder ser ni un poco como yo! Acá he podido entender el trasfondo social del lenguaje sexista tan común en el humor y en los garabatos del chileno. Acá llegué a asombrarme de que a pesar de ser la proporción mujeres—hombres superior a 2:1, la mujer no tenga una incidencia social al menos igual a la de los hombres. Y es este tipo defenómenos el que ha seguido alimentando la idea absurda que tiene a la mujer por inferior al hombre en casi todo. Tanto es así que en Chile resultaría absurdo siquiera plantear la idea de una arzobispa o una comandan­te en jefe del ejército o una presidente de la república. Habría que considerar el hecho que a las mujeres no les atrae mucho la carrera por esos pues­tos que si no, otro sería el aspecto de mi país. Lo que fue minando mi ánimo en Chile fue el encontrarme a diario con las diversas formas de la pobreza, a la salida del Metro, afuera de los restoranes, en las puertas de las iglesias, a la salida de los supermercados, en los alrededores de todos aquellos lugares en los que uno encuentra esparcimiento, después del cual esos ajados y famélicos rostros le recordaban a uno que el sufrimiento y la necesidad estaban encarnados, que tenían ojos pedigüeños y manos inmundas, ropa andrajosa y hedionda a orines. Acá en Suiza la mendicidad está prohibida por ley, casi no se les ve, pero los hay. Existe acá el grave problema de los adictos a las drogas fuertes como la heroína y he visto en Zürich o en Berna repetidos los rostros desvergonzados de mis mendigos sucios y malolientes, poniendo una nota falsa y muy audible en la armoniosa vida, limpia, diurna, soleada y aséptica de las ricas ciudades helvéticas. No me libro de mis pobres. He aquí otro aspecto a hacer notar, a saber, el de la tolerancia. Ni hablar de la falta absoluta de tolerancia a la que nos habituamos quienes vivimos en Chile durante el gobierno militar. Y habría que conceder que la rigidez de juicio no provino sólo de los miembros del gobierno, sino también de la iglesia y de todos a quienes importa mantener una situación de privilegio. Acá en Suiza la cosa no anda mucho mejor y dejando de lado el pro­blema innegable de la animadversión hacia los extranjeros, se observa que tanto la izquierda política como los grupos de homosexuales y lesbianas, aunque organizados y con personalidad jurídica, deben dar una dura batalla contra la segregación y el estigma. Se me acusará de intolerante, por no soportar de buen modo que haya ricos y pobres (y ya sé lo que Jesús le habría dicho a Judas, al respecto), por indignar­me ante la hipocresía y el dogmatismo, etc. Sea. Uno no escribe sino movido por la convicción de estar manifestando su verdad, la que si al menos un pequeño margen de auténtica verdad contiene y expresa, debería mover hacia la vergüenza de los denunciados y al despertar de los ignorantes.  

Basilea, 3 de abril de 1992

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[1] Ya sé que algunos dirán indignados que en Chile no hay analfabetos, pero hablando como profesor de filosofía con una mínima experiencia puedo afirmar que nuestros jóvenes pueden escasamente y con dificultad, en su último año de la enseñanza media, juntar las letras de un texto de mediana exigencia.